domingo, 24 de enero de 2016

Al principio no lo entiendes, pero poco a poco te das cuenta de que solo hay unos pocos instantes en los que eres completamente feliz. Solo es cuando dejas de serlo, cuando te paras a pensar qué diferencia unos momentos de otros. Te paras a atar cabos, a buscar la causa común. Y todo comienza a ser diferente cuando te das cuenta de que estabas respondiendo a la pregunta equivocada. Que no es qué, sino quién. Entonces te das cuenta de que es su sola presencia, aunque ni siquiera esté “a tu lado” literalmente, la que hace que el mundo cobre un brillo especial. Todo son luces y momentos fugaces. Y solo durante esos momentos, te olvidas de que el tiempo existe, porque pasa tan rápido que resulta imposible acordarse. Estás dentro de una burbuja cálida y acogedora, tan cómodamente como esas mañanas de invierno en las que la alarma te anuncia que es hora de salir de la cama. Hasta que algo punzante te saca de golpe de ese mundo, y te devuelve al real. Uno en el que el tiempo pasa despacio, en el que los minutos no tienen sentido. En los que, en general, nada parece tenerlo. Y tienes un constante “¿para qué?” en la cabeza. Todo es monótono, repetitivo, aburrido. Nada parece despertar un interés en ti. Salvo pensar en que algún día, casualmente, volverás a encontrar esa chispa. Mientras miras el reloj una y otra vez, a la espera de ese momento. Y entonces es cuando el tiempo se detiene para ti, mientras que para los demás sigue pasando. Y ves como avanzan constantemente, pero tú sigues igual. Esperando un cambio.



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